Hace algunos días ocurrió que justo delante de
la puerta del estacionamiento del edificio donde vivo, una persona había dejado
parqueado su carro. Esta persona llegó, cuadró, subió los vidrios, le puso
seguro a su carro y se bajó muy tranquilo. No le importó, en lo absoluto, que
con su actuar estuviese comprometiendo los derechos y las libertades de otras
personas.
Yo me atrevo a asegurar que esa persona, lejos
de merecer una multa, un castigo una reprimenda, merece consideración, porque
ese comportamiento sólo puede explicarse por una disminución de sus facultades
cognitivas.
Seguramente padece de imbecilidad, retardo
mental o algún tipo de enfermedad que de alguna manera le impide asociar su
comportamiento con el de los demás. En todo caso y en razón a su enfermedad,
debería prohibírsele conducir.
Más tarde reflexionaba en que, qué tal si esta
persona no tuviera disminuidas sus capacidades cognitivas (que me parecería
absurdo, francamente). En ese caso, qué razón lo motivaba a actuar de esa
manera. ¿Qué le podía pasar por la cabeza?
Esa misma pregunta me la hago cuando algún
funcionario público exige un porcentaje de la contratación pública. ¿Qué le
hace pensar que ello le corresponde? ¿No se dan cuenta que con ese
comportamiento comprometen seriamente los derechos y las libertades de sus
conciudadanos?
¿O será que estos alcaldes, o directores de
establecimientos públicos o congresistas que piden y reciben “comisiones” por
la contratación, al igual que el pobre sujeto al que me referí al inicio de
este artículo, sufren alguna enfermedad mental?
Ciertamente existen algunas patologías o
trastornos de conducta que llevan, a las personas que las padecen, a violar las
reglas, a desconocer los derechos de los demás, o a actuar de manera violenta.
Estos trastornos son más frecuentes en los niños, pero al parecer nada obsta
para que permanezcan hasta edades adultas.
No reconocer a los demás como sujetos de
derechos es algo más que un simple egoísmo. Es una conducta asocial. Este tipo
de conductas talvez son más claramente percibidas cuando el desconocimiento de
los derechos ajenos se circunscribe a un solo individuo o a un grupo reducido;
pero cuando se desconocen derechos cuya titularidad es difusa, el daño a esos
derechos es menos apreciado.
En otras palabras, siento más indignación
cuando una persona interrumpe la salida de mi vivienda, que cuando un servidor
público toma para sí, parte del dinero destinado a la construcción de unas obras
que me benefician a mí, pero también a muchas otras personas. Aunque al final,
me perjudique más lo segundo que lo primero.
Padecer de un trastorno de comportamiento que
impide respetar los derechos ajenos debería constituir una enfermedad
inhabilitante para conducir un carro, o para conducir los destinos de una
comunidad.
Sería mejor -y más barato además- que la
sociedad pagara una pensión por invalidez a un servidor público que padezca
este tipo de trastornos, que permitirle continuar en su cargo.
Popayán, 24 de febrero de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario