sábado, 21 de mayo de 2016

De la corrupción como enfermedad mental.

Hace algunos días ocurrió que justo delante de la puerta del estacionamiento del edificio donde vivo, una persona había dejado parqueado su carro. Esta persona llegó, cuadró, subió los vidrios, le puso seguro a su carro y se bajó muy tranquilo. No le importó, en lo absoluto, que con su actuar estuviese comprometiendo los derechos y las libertades de otras personas.

Yo me atrevo a asegurar que esa persona, lejos de merecer una multa, un castigo una reprimenda, merece consideración, porque ese comportamiento sólo puede explicarse por una disminución de sus facultades cognitivas.

Seguramente padece de imbecilidad, retardo mental o algún tipo de enfermedad que de alguna manera le impide asociar su comportamiento con el de los demás. En todo caso y en razón a su enfermedad, debería prohibírsele conducir.

Más tarde reflexionaba en que, qué tal si esta persona no tuviera disminuidas sus capacidades cognitivas (que me parecería absurdo, francamente). En ese caso, qué razón lo motivaba a actuar de esa manera. ¿Qué le podía pasar por la cabeza?

Esa misma pregunta me la hago cuando algún funcionario público exige un porcentaje de la contratación pública. ¿Qué le hace pensar que ello le corresponde? ¿No se dan cuenta que con ese comportamiento comprometen seriamente los derechos y las libertades de sus conciudadanos?

¿O será que estos alcaldes, o directores de establecimientos públicos o congresistas que piden y reciben “comisiones” por la contratación, al igual que el pobre sujeto al que me referí al inicio de este artículo, sufren alguna enfermedad mental?

Ciertamente existen algunas patologías o trastornos de conducta que llevan, a las personas que las padecen, a violar las reglas, a desconocer los derechos de los demás, o a actuar de manera violenta. Estos trastornos son más frecuentes en los niños, pero al parecer nada obsta para que permanezcan hasta edades adultas.

No reconocer a los demás como sujetos de derechos es algo más que un simple egoísmo. Es una conducta asocial. Este tipo de conductas talvez son más claramente percibidas cuando el desconocimiento de los derechos ajenos se circunscribe a un solo individuo o a un grupo reducido; pero cuando se desconocen derechos cuya titularidad es difusa, el daño a esos derechos es menos apreciado.

En otras palabras, siento más indignación cuando una persona interrumpe la salida de mi vivienda, que cuando un servidor público toma para sí, parte del dinero destinado a la construcción de unas obras que me benefician a mí, pero también a muchas otras personas. Aunque al final, me perjudique más lo segundo que lo primero.

Padecer de un trastorno de comportamiento que impide respetar los derechos ajenos debería constituir una enfermedad inhabilitante para conducir un carro, o para conducir los destinos de una comunidad.


Sería mejor -y más barato además- que la sociedad pagara una pensión por invalidez a un servidor público que padezca este tipo de trastornos, que permitirle continuar en su cargo.

Popayán, 24 de febrero de 2016

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