Ayer pude observar como en Bolívar, Cauca la
falta de lluvias que, desde abril ha padecido ese municipio, ha provocado
cortes diarios en el suministro de agua potable en la cabecera municipal y ni
qué decir en los corregimientos y veredas, en donde, de los cauces de agua,
sólo quedan los vestigios. De otro lado, los incendios forestales forman un
paisaje de desolación y desconsuelo. Ver el cerro de Bolívar totalmente en
cenizas, y el ganado pastando sobre potreros carbonizados, me parecieron imágenes
aterradoras. Como del apocalipsis.
Mientras esto sucede, se acaba de terminar la
construcción de un puente militar en San Miguel, y en los próximos días de
terminarán otros dos, que permiten la reconexión vial en ese sector del
municipio que se había perdido en el pasado diciembre, producto la gran
cantidad de lluvias y del consecuencial crecimiento del rio San Bingo.
Y de eso precisamente se trata el fenómeno del
cambio climático al que estamos expuestos: situaciones extremas en el
comportamiento de los fenómenos atmosféricos, que no obedecen a patrones
históricos y que, afectan nuestros comportamientos sociales, económicos y
culturales.
El cambio climático es una amenaza real y
además global. Por ello, las políticas estructurales para la reducción de dicha
amenaza, deben pasar por ámbitos de decisión política de esa misma instancia.
No obstante, es verdad también que la vulnerabilidad de nuestra infraestructura
o de nuestra economía y el mejoramiento de nuestras capacidades de enfrentar
dicho fenómeno y de resiliencia, son ciertamente locales y regionales.
No he leído ni he escuchado alguna propuesta
política regional o local que involucre, de manera seria, la adaptación al
cambio climático. La acción política en este tema no deja de ser meramente
reactiva ante la ocurrencia de un evento. Y lo peor es que lejos de ser
seriamente reprochada por la comunidad, es merecedora de aplausos y avenencias,
cuando el gobierno de turno logra “gestionar” recursos para una reconstrucción,
para unas ayudas humanitarias o para la atención del problema, pero deja de
“gestionar” los recursos necesarios para disminuir el riesgo de que esos
eventos ocurran.
Una política seria de adaptación al cambio
climático, creo yo, debe involucrar procesos culturales que nos hagan tomar
conciencia que nuestros hábitos en la producción, comercialización y consumo de
bienes y servicios deben tener en cuenta que las condiciones naturales en las
que ellas se desarrollan, pueden cambiar con relativa facilidad y pueden volverse
en nuestra contra.
Pero he aquí uno de los riesgos de la
democracia: probablemente dé más votos y más popularidad el hecho de conseguir y
repartir subsidios, ayudas humanitarias, o reinaugurar puentes después de un
evento desastroso, que actuar prospectivamente, para reducir la probabilidad de
que ese mismo evento ocurra.
Considero que la política pública de ordenación
del territorio alrededor del agua en Bogotá, debe constituir un ejemplo para
todo el país. La adaptación al cambio climático implica una desadaptación a
nuestras actuales interacciones sociales, a nuestras formas de producción
económica, a nuestra forma de construcción de viviendas, y, en últimas, a toda
nuestra cultura, nuestra lógica, y nuestra cosmovisión.
Unas decisiones políticas afortunadas en esta
materia, pueden ser la diferencia entre una sociedad próspera y una sociedad
miserable.
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