jueves, 22 de abril de 2021

La reconciliación












Un laberinto de divisiones azules de oficina. Eso parecían los pequeños despachos que habían adecuado en la universidad para atender a los impacientes usuarios del servicio de consultorio jurídico. Una silla giratoria, un escritorio en el centro, y un par de lugares para los interlocutores. Una máquina de escribir Olivetti impedía el contacto directo. Aunque era 1998, teníamos máquinas de escribir nuevas. Probablemente las últimas que se fabricaron. 

— Buenas tardes. Bueno, cómo empezar. A ver… Tengo 26 años y un hijo. Hace varios meses que mi compañero no va a la casa. No tengo plata, no tengo trabajo. No tengo para el mercado. A mi mamá y mi hermana les ha tocado ayudarme. Bueno, me fui para la casa de mi mamá. Quiero saber qué puedo hacer.

No sé cómo sea hoy en día. Pero en mis épocas de universidad, la mayoría de los asuntos que se tramitaban en el consultorio jurídico eran conflictos de alimentos. Los datos principales de la entrevista quedaban consignados en tarjetas que debíamos llenar en las máquinas de escribir. Antes de llevar un caso ante un juzgado, era necesario intentar una conciliación entre las partes. Era un acuerdo por escrito. Los convocados tenían una oportunidad para solucionar sus diferencias asistidos por un tercero imparcial que se llama conciliador. En caso de un arreglo, un documento firmado por todos hacías las veces de una sentencia dictada por un juez.

Nos habían preparado para llevar a cabo el acercamiento entre las partes en conflicto. Para eso era importante sentarse en una mesa redonda, que no denotara autoridad o jerarquía. El día de la audiencia de conciliación las partes llegaron a la hora citada. Les ofrecí café. Mientras sus tazas estaban aún humeantes, les advertía cuál era el motivo por el cual estábamos los tres ahí sentados, y sobre los efectos de la conciliación. La señora - Yo la veía como una señora- empezó a quejarse del mal genio de su marido. Era un indolente. Salía el fin de semana y no regresaba sino hasta el lunes. Ella, según él, no era menos repelente. Gritaba y amenazaba con irse donde su mamá todos los días. Ambos reconocían, eso sí, que estuvieron muy enamorados. Que alguna vez encontraron apoyo el uno en el otro. Parecían lamentar seriamente estar bajo esas circunstancias.

Silencio total en la sala de conciliaciones. Sólo estábamos los tres. Procurando reconducir la diligencia, hacia su objetivo, hablé sobre el niño. 

— Es importante que en estos casos, les dije, procuremos la solución que mejor pueda llevar a beneficiar a los niños. Saben que la Constitución Política de Colombia dispone que…

El hombre, con una chaqueta de jean negra y una camiseta blanca, levantó la mirada y, mientras yo hablaba él la miró y le dijo: 

—Yo aún te amo. ¡De verdad te amo!

Ella, no recuerdo si algo le respondió. Eso sí, me volví testigo de un abrazo largo y lágrimas de ambos. Me pareció que se hablaban al oído, mientras yo golpeaba la mesa redonda con el lapicero y el acta. Se levantaron y se marcharon.

El acta se quedó sin firmas. Al rendir mi informe al monitor, me dijo: usted no hizo una conciliación, sino una reconciliación. Eso no tiene nota.