martes, 18 de mayo de 2021

Algo por perder

 

Por estos días América Latina enfrenta profundas convulsiones sociales. En Ecuador, Chile y Bolivia, por diversas razones, miles de personas han salido a las calles a manifestarse; muchos, incluso, de manera violenta causando graves daños a bienes públicos y privados. En Colombia, diversas organizaciones sociales convocaron a un paro cívico el próximo 21 de noviembre de 2019 y existe un fundado temor a que las experiencias vecinas que anteceden, se repitan con afectación de la infraestructura de transporte público en las principales ciudades del país.


Una mirada a los sesgos cognitivos -como se ha denominado de manera general, la toma de decisiones que, revisadas en frío, son irracionales- puede alertarnos sobre variables que pueden motivar dichos comportamientos violentos. Daniel Kahneman, laureado en el año 2002 con el que se conoce como el Premio Nobel de Economía por sus aportes desde la psicología a los fenómenos económicos, ha estudiado estos sesgos cognitivos y encontró que no es del todo cierto el presupuesto central en que descansa el mainstream de la teoría económica contemporánea: somos seres que actuamos racionalmente en el mercado.


Uno de esos sesgos cognitivos resulta de la aplicación de la tesis del error de Bernoulli, matemático holandés del siglo XVIII según la cual -de forma muy básica- la utilidad esperada no es absolutamente relevante para tomar decisiones en situaciones de incertidumbre. Lo decía Benoulli así: “no se medirá el riesgo de igual forma si el jugador es pobre y lo puede perder todo con la apuesta, que si el jugador es rico y sólo se juegue una pequeña parte de su patrimonio.”


Kahneman reformuló los experimentos para determinar que el punto de referencia (rico-pobre) es sólo una variable. A su juicio existen tres más: i) la valoración de las ganancias; ii) la valoración de las pérdidas iii) el valor absoluto de la probable ganancia o pérdida.


En suma, y según los resultados de las investigaciones de Kahneman, tendemos naturalmente a valorar mucho más las pérdidas que las ganancias. Esto tiene hondas connotaciones en el mercado, pero también en la política. Para reducir la cantidad de pérdida, estamos fuertemente dispuestos naturalmente a aumentar los riesgos, circunstancia que resulta absolutamente irracional.


Llevado esto al origen de estas reflexiones, si muchas personas no tienen nada o poco por perder, estarán fuertemente motivadas a arriesgarse a perder mucho.


En Chile, muchas críticas se dieron sobre la destrucción al metro de Santiago que es un patrimonio muy apreciado por sus ciudadanos. Pero la percepción sicológica de las pérdidas por su destrucción no son iguales a la percepción sicológica de la eventual ganancia que se pueda obtener.


En conclusión, y dado que quienes tienen poco por perder, estadísticamente tendrían mucho por ganar. Una probable reducción del riesgo de daños a la infraestructura pública estaría determinada por darles a los ciudadanos algo para perder, porque de acuerdo con las investigaciones de Kahneman, sentimos con mayor fuerza el dolor de la pérdida, que el placer de la ganancia.


Los gobiernos deberían dar algo para perder.


Bogotá, 11 de noviembre de 2019


jueves, 22 de abril de 2021

La reconciliación












Un laberinto de divisiones azules de oficina. Eso parecían los pequeños despachos que habían adecuado en la universidad para atender a los impacientes usuarios del servicio de consultorio jurídico. Una silla giratoria, un escritorio en el centro, y un par de lugares para los interlocutores. Una máquina de escribir Olivetti impedía el contacto directo. Aunque era 1998, teníamos máquinas de escribir nuevas. Probablemente las últimas que se fabricaron. 

— Buenas tardes. Bueno, cómo empezar. A ver… Tengo 26 años y un hijo. Hace varios meses que mi compañero no va a la casa. No tengo plata, no tengo trabajo. No tengo para el mercado. A mi mamá y mi hermana les ha tocado ayudarme. Bueno, me fui para la casa de mi mamá. Quiero saber qué puedo hacer.

No sé cómo sea hoy en día. Pero en mis épocas de universidad, la mayoría de los asuntos que se tramitaban en el consultorio jurídico eran conflictos de alimentos. Los datos principales de la entrevista quedaban consignados en tarjetas que debíamos llenar en las máquinas de escribir. Antes de llevar un caso ante un juzgado, era necesario intentar una conciliación entre las partes. Era un acuerdo por escrito. Los convocados tenían una oportunidad para solucionar sus diferencias asistidos por un tercero imparcial que se llama conciliador. En caso de un arreglo, un documento firmado por todos hacías las veces de una sentencia dictada por un juez.

Nos habían preparado para llevar a cabo el acercamiento entre las partes en conflicto. Para eso era importante sentarse en una mesa redonda, que no denotara autoridad o jerarquía. El día de la audiencia de conciliación las partes llegaron a la hora citada. Les ofrecí café. Mientras sus tazas estaban aún humeantes, les advertía cuál era el motivo por el cual estábamos los tres ahí sentados, y sobre los efectos de la conciliación. La señora - Yo la veía como una señora- empezó a quejarse del mal genio de su marido. Era un indolente. Salía el fin de semana y no regresaba sino hasta el lunes. Ella, según él, no era menos repelente. Gritaba y amenazaba con irse donde su mamá todos los días. Ambos reconocían, eso sí, que estuvieron muy enamorados. Que alguna vez encontraron apoyo el uno en el otro. Parecían lamentar seriamente estar bajo esas circunstancias.

Silencio total en la sala de conciliaciones. Sólo estábamos los tres. Procurando reconducir la diligencia, hacia su objetivo, hablé sobre el niño. 

— Es importante que en estos casos, les dije, procuremos la solución que mejor pueda llevar a beneficiar a los niños. Saben que la Constitución Política de Colombia dispone que…

El hombre, con una chaqueta de jean negra y una camiseta blanca, levantó la mirada y, mientras yo hablaba él la miró y le dijo: 

—Yo aún te amo. ¡De verdad te amo!

Ella, no recuerdo si algo le respondió. Eso sí, me volví testigo de un abrazo largo y lágrimas de ambos. Me pareció que se hablaban al oído, mientras yo golpeaba la mesa redonda con el lapicero y el acta. Se levantaron y se marcharon.

El acta se quedó sin firmas. Al rendir mi informe al monitor, me dijo: usted no hizo una conciliación, sino una reconciliación. Eso no tiene nota.