Entregar mercados es, en nuestro país, una tradición tan cercana a la conmiseración que se aleja, por tanto y profundamente, de una verdadera política pública.
Claro, la entrega de mercados lleva aparejado, generalmente, un acto público en el que el mandatario, o quien lo entrega en su nombre, se complace en su propia benevolencia.
Esto es sustancial en un modelo político derruido por el clientelismo y que, de otro lado, no consideran el Estado como una república cuyos servicios se parecen a una red tejida por el principio de solidaridad, sino como una monarquía medieval que despacha actos de bondad y compasión cuyo rey, al ver los tormentos y tristezas de sus súbditos, decide compartir con ellos parte de su riqueza.
Eso era entendible en las primeras monarquías que irrumpieron en la actual Europa después de la caída del Imperio Romano, porque el rey era señor de las tierras y de la vida de las personas, pero, ciertamente, no es propio de un Estado contemporáneo, liberal y democrático como el planteado por la Constitución Política.
A favor de la entrega de mercados está el incontrovertible hecho que debe ser suministrado a través de la contratación pública, instrumento por excelencia para pagar con intereses los aportes económicos a las campañas políticas, como también para asegurarse parte del botín conseguido en elecciones.
Las transferencias monetarias directas, de otro lado, han demostrado tener incidencia, en el largo plazo, en la disminución de las condiciones de pobreza multidimensional. Pero, desde luego, que su efecto es claro en la pobreza medida exclusivamente en los ingresos y eso es lo que necesitamos ahora, en momentos de crisis: familias que mantengan o, al menos, que su ingreso no tienda a cero.
Transferir directamente a los sectores vulnerables, empodera a las personas, fomenta la formación equilibrada de precios, porque desconcentra los proveedores y, sobre todo, puede aumentar la libertad de las personas.
Sin embargo, la mirada asistencial del político frente a su pueblo desvalido, le informa que este es incapaz de saber lo que realmente necesita y, en consecuencia, de tomar decisiones acertadas, en caso de que se le entregara el dinero. Estro refuerza la proposición absurda y alejada de cualquier tesis económica según la cual el pobre lo es, porque así lo quiere.